SANTO TOMAS DE AQUINO
Presbítero y Doctor de la Iglesia
(1225-1274)
Presbítero y Doctor de la Iglesia
(1225-1274)
Doctor
Angélico. Patrono de las universidades y de los centros de estudios católicos
28 de enero
28 de enero
Muchos son los que ven en Santo Tomás la luz del
mundo, y a boca llena le llaman el doctor incomparable; pero no todos conocen
su verdadera fisonomía. Se le imagina hierático, impasible, y en realidad es un
atleta, un luchador.
De su infancia sabemos muy poco. Transcurre en Monte
casino, en la casa matriz de la Orden de San Benito. Desde la edad prematura de
los cinco años viste ya el hábito del patriarca de los monjes, canta salmos en
el coro y aprende las artes liberales en la escuela monacal. Sus padres, los
condes de Aquino, creen prepararle de esta manera para ser abad del monasterio,
es decir, uno de los señores más ricos y poderosos de Italia. Pero en 1239
estalla la guerra entre el emperador Federico II y el papa Gregorio IX. Monte
casino, ciudadela del papismo, es sitiado y saqueado; los monjes evacúan el
claustro, la juventud se dispersa, y Tomás vuelve al castillo familiar.
Ya en la escuela de Monte casino, cuando Tomás tenía
apenas siete años, preguntaba con frecuencia a sus maestros: ¿Qué es Dios?
Tratábanselo de explicar, pero su inteligencia infantil buscaba siempre
respuestas más luminosas. Toda la vida de aquel que iba a ser uno de los más
grandes doctores de la cristiandad iba a consumirse en la solución de este
problema; y cuando un día el Cielo se le abra para darle la respuesta completa,
la pluma se caerá de sus manos y no tardará en enmudecer.
Al salir de la abadía, Tomás fue llevado a la
Universidad de Nápoles. Sus padres no habían abandonado el proyecto de hacer de
él un abad cumplido. Pero el joven estudiante se encontró allí con los Hermanos
Predicadores, que acababan de fundar un convento en la ciudad. El personal
universitario se sentía entonces arrastrado hacia la Orden de Santo Domingo,
recién instituida; Tomás se dejó llevar del contagio, y se acercaba ya a los
veinte años cuando fue vestido del hábito blanco. Aquí empieza su primera lucha.
Su padre había muerto; pero su madre, Teodora de Theate, de la familia de los
Caraccioli, de la raza de los terribles jefes normandos Guiscardo, Bohemundo y
Tancredo, era una condesa feudal autoritaria, dura y altiva. Al sentir que se
frustraban sus planes, se presentó en el convento con séquito numeroso y
reclamó a su hijo. Le dijeron que fray Tomás estaba camino de Roma, y hacia
Roma se dirigió ella. En Roma, un nuevo chasco. Fray Tomás acababa de marchar,
acompañando al general de la Orden. Irritada, furiosa por aquel ultraje hecho a
su autoridad materna, envió un despacho a sus hijos, que estaban en el ejército
de Federico II, ordenándoles que vigilasen los caminos y le trajesen preso a su
hermano.
Precisamente, el general dominico, que se dirigía a Bolonia,
tenía que pasar junto a los lugares donde estaban acantonadas las tropas
imperiales. Era un día de primavera. Un poco antes de llegar a Aquapendente,
los viajeros se sentaron a la sombra de unos arbustos para tomar su frugal
alimento. De pronto, galopar de caballos. Entre los jinetes distinguió Tomás a
su hermano Rainaldo. Estaba descubierto. A pesar de las reclamaciones del
general, la soldadesca se arrojó sobre él, y después de intentar inútilmente
quitarle el hábito, le colocó en una de las cabalgaduras y partió a todo
galope.
Alegróse la condesa de ver a su hijo, pero era la
alegría de la victoria, no la del amor. Es probable que nunca desapareciera de
su alma el resentimiento provocado por aquellas idas y venidas. Ni siquiera
intentó ganar la voluntad del joven por la ternura maternal. Al contrario,
desde el primer momento mandó que le encerrasen en una torre del castillo
señorial. Sólo sus dos hijas Marotta y Teodora podían acercarse a él para
convencerle, con caricias y argumentos, de que tomase el hábito que había
llevado de niño. No se le trató inhumanamente, pero sí con severidad. El
encierro era bastante oscuro, aunque había la luz suficiente para leer, y un
dominico de Nápoles logró, burlando la vigilancia de los guardias, hacer llegar
hasta el prisionero mensajes de consolación y libros de meditación y de
estudio, como la Biblia, los Sofismas de Aristóteles y las Sentencias de Pedro
Lombardo. Tomás estudiaba y rezaba; y aunque se cerraba a todas las súplicas de
sus hermanas, recibía gustoso sus visitas.
La vigilancia se hizo más estrecha cuando los dos
hermanos vinieron del ejército. Acostumbrados a la vida galante de los
palacios, a las costumbres sensuales de la caballería—Rainaldo fue uno de los
buenos poetas eróticos de aquel tiempo—, resolvieron someter al bello
adolescente a una prueba brutal. Trajeron de Nápoles una de sus amigas, célebre
por su belleza, y después de decirle lo que deseaban de ella, la introdujeron
una noche en la torre. Todo el mundo sabe lo que sucedió; todo el mundo sabe
cómo Tomás, cogiendo de la chimenea un tizón inflamado; hizo huir a aquella
pobre mujer, y luego al demonio tentador, trazando una cruz negra en la
muralla. Bien sabido es también lo que pasó aquella noche: cuando Tomás dormía
profundamente, entraron en su habitación dos ángeles, se acercaron a él y le
pusieron un ceñidor incandescente. El joven lanzó un grito de angustia y
despertó. En adelante no volvería a sentir en su alma las mordeduras de lo que
llamaba San Pablo el aguijón de la carne.
Tanta constancia llegó a cansar a los carceleros. La
condesa se vio virtualmente vencida; sus hijos tuvieron que ausentarse de
nuevo, y las dos hermanas no acertaban a comprender del todo el motivo de
aquella oposición. El fraile napolitano que surtía de libros al preso creyó
llegado el momento de tentar un golpe atrevido. Tiróle una soga desde el pie de
la fortaleza, le invitó a bajar por ella a favor de la oscuridad, y en el
exterior aguardó él con dos cabalgaduras. La aventura tuvo un éxito completo.
Un año después, fray Tomás figuraba ya entre los oyentes
de Alberto Magno en el colegio de Santiago, de París. Fue el discípulo más
humilde y más dócil, verdadero modelo de disciplina intelectual hasta para los
más altos espíritus. Pasivo, en el noble sentido que da a esta palabra la
filosofía tomista, entregóse a la meditación tenaz de la enseñanza del maestro,
a una labor íntima y constante de asimilación, de integración. Este carácter
reflexivo le alejaba de los recreos, de las discusiones, de las conversaciones.
Era un taciturno. Sus condiscípulos empezaron a darle un mote, que aunque tenía
su punta de desdén, no era del todo desgraciado. Llamábanle el «buey mudo». El
mismo exterior de fray Tomás justificaba el apelativo. Era de una talla
gigantesca, gordo y algo pesado. Sus carnes eran blandas, fofas, las «carnes
molles», que él juzgará después las más favorables para el esludio. Era una
estructura fisiológica más norteña que meridional, más germánica que griega.
Tres calificativos—magnus, grossus, brumus—resumen los rasgos esenciales de
aquella fisonomía. La tez morena era precisamente lo que había en él de
meridional, lo que había heredado de su padre, juntamente con una sensibilidad
exquisita, pues era, como dice el biógrafo, «maravillosamente pasible».
Los genios se atraen o se rechazan, pero se comprenden,
y si Tomás pasó algún tiempo inadvertido a los ojos de sus condiscípulos, no le
sucedió lo mismo con el maestro. Precisamente, la cualidad suprema de Alberto
el Grande era la penetración. Enteramente auténtico es el episodio que se ha
llamado, con justicia, la revelación del genio de Santo Tomás de Aquino. Tomás
tenía veinticinco años. Su maestro creyó llegado el momento de darle a conocer,
y lo provocó a una discusión delante de todos los discípulos. De una y otra
parte, los argumentos partían certeros, profundos, sutiles. Los estudiantes
estaban mudos de admiración; pero hubo un momento en que ya creyeron vencido a
su compañero. De pronto, Tomás acertó con una distinción feliz, y así acabó la
disputa.
—Resuelves la cuestión como doctor, no como discípulo
—le dijo Alberto Magno.
—Maestro—respondió él—, no me es posible hacer otra
cosa.
Durante aquel mismo año, el discípulo redactó el curso
que el maestro acababa de dar sobre los nombres divinos.
Tenemos muestras de la escritura de Tomás en esta
época: es una letra fea, desgarbada e in-suficientemente articulada. No era un
calígrafo. El pensamiento tenía demasiada rapidez para que la mano pudiese
seguirle.
Seguían entre tanto los esfuerzos de la familia para
torcer aquella vocación decidida; pero las violencias se habían transformado en
súplicas y sollozos. Terribles desgracias acababan de caer sobre los de Aquino.
Rotas de nuevo las hostilidades entre el emperador y el Papa, la condesa
Teodora y sus hijos habían combatido contra los germanos. El castillo fue
sitiado y saqueado; Rainaldo, el trovador, ejecutado, y Teodora tuvo que andar
de una parte a otra buscando un refugio. Sólo Tomás podía restaurar el prestigio
de la familia aceptando la abadía de Montecasino. El Papa Inocencio IV aprobaba
y casi solicitaba; pero fue imposible conseguir de Tomás que dejase su hábito
blanco. Desolada con esta negativa, hizo la condesa un esfuerzo supremo,
logrando que el Pontífice ofreciese a su hijo el arzobispado de Nápoles. Nada
pudo conmover el ánimo del joven estudiante. A su lado estaba el gran sabio del
tiempo, Alberto Magno, indicándole su verdadera vocación: la doctrina cristiana
corría riesgo de verse sumergida por la invasión del aristotelismo, importado
de España. Era preciso absorberla, asimilarla, encauzarla; y, espíritu
observador, Alberto vio en aquel discípulo el hombre destinado a realizar la
grande hazaña.
Renunciando a toda mira egoísta, considerando solamente
el avance de la cultura y la religión, el maestro resolvió dejar su cátedra de
la Universidad de París al discípulo. Todo el mundo vio en esta conducta un
despropósito. Tomás tenía veintisiete años, y las leyes exigían treinta y cinco
para ocupar aquel puesto. El general de la Orden se opuso, pero hubo presiones
de Roma que le obligaron a ceder. Empezó Tomás comentando con un éxito
prodigioso al Maestro de las Sentencias. Los mugidos del «buey mudo» empezaban
a oírse por toda la cristiandad. Desde el primer momento se vio que el
discípulo aventajaba al maestro, si no en la amplitud de la erudición, sí,
ciertamente, en la precisión, claridad y profundidad de las ideas. Memoria
prodigiosa, penetración agudísima, potencia formidable para el trabajo; no le
faltaba nada de cuanto hace a los hombres de genio. Pero el mayor asombro
procedía de la novedad de su enseñanza. Se le consideraba como un novador.
Artículos nuevos, maneras nuevas, nuevas razones, luz nueva, opiniones nuevas,
nuevas tesis y métodos nuevos, tales son las expresiones de Guillermo de Tocco
cuando nos habla de su sistema. El nombre de Aristóteles brota constantemente
de sus labios. Ha empezado a realizar su obra de refundición aristotélica, ha
visto ya la metafísica y la moral del Peripato como el marco apropiado para
recibir el contenido de la teología cristiana. Era una audacia enorme. Durante
todo el primer tercio del siglo XIII, los libros de Aristóteles habían sido
reiteradamente prohibidos en las escuelas, y es que el filósofo griego era
únicamente conocido a través del filósofo español Averroes.
Las consecuencias de aquel atrevimiento, o, mejor, de
la envidia de los demás profesores contra el joven intruso, fueron una lucha
prolongada y encarnizada, a que dio fin Tomás cincuenta años después de muerto,
al ser canonizado por el Papa Juan XXII. De una parte, estaban los
agustinianos, los defensores de la filosofía tradicional, mandados por
Guillermo de Santo Amore; al lado opuesto, ya dentro del campo de la herejía,
se agrupaban los averroístas, a quienes dirigía otro profesor parisiense, el
amable y optimista Siger de Brabante; en medio, defendiéndose de unos y otros,
atacando victoriosamente, realizando su labor admirable de síntesis, seguro de
su ciencia y de su fe, rodeado de enemigos poderosos, pero protegido siempre
por los Papas; descollaba la figura majestuosa de Tomás de Aquino. Esta lucha
ocupa toda la vida del gran doctor, y es preciso tenerla en cuenta para
comprender sus obras. No nacieron, como se cree, en la pasividad de una contemplación
solitaria, sino en el movimiento de una existencia prodigiosamente activa y
militante. La anécdota famosa que nos presenta a Santo Tomás en el palacio de
San Luis dando un puñetazo en la mesa y diciendo: «He acabado con los
maniqueos», tiene un sentido simbólico y nos recuerda que el Doctor Angélico es
el atleta de la fe, el pugil fidei, como le ha llamado la tradición.
Esta actividad intelectual tan fuerte, tan intensa, se
juntaba con una vida de la más alta y férvida oración. En Santo Tomás, el
teólogo eclipsa casi al místico, pero hay un momento en su vida en que el
místico hace enmudecer por completo al teólogo. No era muy dado a penitencias
extraordinarias; aunque solía leer frecuentemente las Conferencias de Casiano
con los Padres del desierto. Amaba el ayuno y el silencio, y por uno de sus
discípulos sabemos que uno de sus solaces favoritos consistía en pasearse solo
por el claustro, con pasos lentos y grandes, la cabeza descubierta y levantada
hacia el cielo. En París se abstenía de todo trato con el exterior. En
relaciones constantes con el rey, el cual le enviaba sus decretos por la tarde
para que los revisase durante la noche, sólo una vez quiso aceptar su mesa. Su
conducta se resume en estos consejos que daba a los demás: «Sé lento para
hablar. Ama la celda. No rompas el hilo de tu meditación. No te familiarices
con nadie, porque la familiaridad distrae del estudio. Evita, sobre todo, el ir
y venir sin finalidad ninguna.»
La especulación y la oración eran dos hermanas
excelentes en la vida del gran doctor: se ayudaban, se mezclaban, se fundían.
«Cada vez que fray Tomás tenía que enseñar, discutir, escribir o estudiar—dice
fray Reginaldo, su tierno amigo—, acudía secretamente a la oración, y muy
frecuentemente derramaba lágrimas antes de consagrarse al estudio de las
verdades divinas.» Este doctor, que nos imaginamos flotando en las regiones
serenas de la fría intelectualidad, tenía un alma impregnada de mística piedad.
Diciendo misa, descubriendo un alto misterio, cantando el responsorio Media
vita en el coro, las lágrimas inundaban sus mejillas. Y muchas veces a las
lágrimas sucedía el éxtasis. En él se juntaban dos éxtasis de difícil
demarcación: el especulativo y el místico. Una vez tuvo el médico que
cauterizarle la pierna. Como era tan sensible, temióse que no resistiría; pero
él se echó algún tiempo antes en el lecho, absorbióse en sus especulaciones, y
no sintió la quemadura. Esta manera de anestesiarse le fue muy útil en varias
ocasiones, y la empleaba, sobre todo, siempre que el cirujano del convento
tenía que abrirle la vena para sangrarle.
Como se ve, tenía una predisposición natural para los
éxtasis verdaderamente sobrenaturales, que al fin de su vida se hicieron en él
casi diarios. Es famoso aquel en que oyó una voz que le decía:
—Bien has escrito de Mí, Tomás; ¿qué recompensa
quieres recibir?
—Sólo Vos mismo, Señor—respondió el santo.
Un reflejo de esta vida ascética lo encontramos en la
liturgia incomparable del Santísimo Sacramento, y muy particularmente en los
sermones del santo. Predicó entre la concurrencia estudiantil de la Sorbona, en
la corte pontificia y en los grandes concursos del vulgo. En Nápoles habló
diariamente durante una cuaresma, y su emoción al exponer la Pasión de Cristo
era tan comunicativa, que se veía precisado a interrumpir el discurso para
dejar llorar a los fieles. Estos sermones populares son modelos de claridad, de
espontaneidad, de unción y, a veces, de lirismo.
Decíamos que en Tomás el místico eclipsó al teólogo.
Veamos por qué. El 6 de diciembre de 1273 decía fray Tomás la misa en la
capilla de San Nicolás, de Nápoles. Arrebatado en éxtasis, tuvo una visión
extraordinaria, y tan tenaz, que fue preciso volverle en sí violentamente.
Desde entonces quedó extrañamente transformado. Había llegado en la Summa al
tratado de los Sacramentos, y no escribió más. Muy triste de que aquella grande
obra quedase incompleta, fray Reginaldo le importunaba, diciendo:
—Padre, ¿cómo podéis dejar así ese libro, que habéis
empezado para la gloria de Dios y la iluminación del mundo?
Tomás respondía:
—No puedo más.
Pero de tal modo insistió aquel buen amigo, consejero,
amanuense y confesor del santo, que Tomás se vio obligado a revelar su secreto:
—No puedo más—le dijo—; lo que he escrito, comparado
con lo que he visto, me parece ahora como el heno.
Algún tiempo después fue fray Tomás a pasar unos días
en casa de su hermana la condesa de San Severino, a quien amaba tiernamente. Le
agasajaron con esplendidez y con cariño; pero apenas pudieron sacar de él
algunas palabras.
—¿Qué le pasa a mi hermano?—preguntó la condesa—; le hablo
y no responde; está como estupefacto.
Fray Reginaldo respondió:
—Desde el día de San Nicolás se encuentra en este
estado, y no ha vuelto a escribir más.
No obstante, era preciso dirigirse al concilio de
Lyon, para el cual había recibido Tomás una invitación personal del Papa
Gregorio X. En el camino hizo un rodeo para visitar a su sobrina Francisca, en
el castillo de Paenza. Apenas había llegado, cuando se sintió gravemente
enfermo, de una enfermedad extraña, que el médico no acertaba a comprender.
Había perdido completamente el apetito. Como le insistiesen que debía tomar
alguna cosa, pidió sardinas frescas; pero no las probó. Era un capricho de
enfermo. Deseando morir en una casa religiosa, mandó que le transportasen al
monasterio vecino de Fossanova. Al llegar, pronunció estas palabras: «Aquí está
mi descanso.» La hospitalidad de los hijos de San Benito se unía aquí a la
gratitud más profunda por el hombre que había construido el gran edificio de la
sistematización teológica del cristianismo. Los monjes se deshacían para
alegrar y consolar sus últimos días. Veíaseles trayendo sobre sus hombros la
leña que había de calentar su cuarto en aquellas duras mañanas del invierno. El
maestro, emocionado, les preguntó cómo podía pagarles tanta solicitud, y ellos
le pidieron que les comentase el Cantar de los Cantares. Fue el supremo
esfuerzo; poco después, el 7 de marzo de 1274, fray Tomás moría, sometiendo
todos sus escritos «a la corrección de la Santa Iglesia Romana». Moría de haber
visto a Dios; aquella enfermedad misteriosa había empezado aquel día 6 de
diciembre, en que su espíritu ávido se paseó por lo más alto de los Cielos.
«Nadie que vea a Dios puede vivir.»
ORIGEN: DIVVOL.ORG
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